Fernando António Nogueira Pessoa nació en una casa de la plaza lisboeta de San Carlos, cercana al teatro del mismo nombre, el 13 de junio de 1888, un año antes de que naciese, aunque de manera mucho más singular, su heterónimo y maestro Alberto Caeiro. Fueron sus padres Joaquim de Seabra Pessoa, funcionario de la Secretaria de Estado y redactor del Diario de Lisboa, en el que solía publicar, sin firmarlas, notas de crítica musical, y Doña Maria Madalena Pinheiro Nogueira Pessoa. El padre era descendiente de un Sancho Pessoa da Cunha, natural de Montemor-o-Velho, que en 1706, y debido a su calidad de cristiano nuevo, había sido condenado por la Inquisición, circunstancia bien conocida por nuestro poeta, quién, en una ocasión, se definió como “mezcla de hidalgos y judíos”. Su madre, descendiente de una ilustre familia de las Azores, era mujer de cultura extraordinaria para su época, y aun no dejaría de serlo en la nuestra, puesto que hablaba francés, inglés y alemán, leía latín y, cuando soltera, solía escribir versos.
Dos años y medio después de la muerte de su marido, acaecida en 1893 a consecuencia de la tisis, doña María Madalena contrajo segundas nupcias, por poderes, con el comandante Joao Miguel Rosa, al que había conocido en 1894, el cual era entonces cónsul interino de Portugal en Durban. Este segundo matrimonio de su madre tuvo una importancia decisiva en la vida y en la obra de Pessoa: a primeros de enero de 1896, madre e hijo se embarcaron rumbo a Africa del Sur, se establecieron en la casa que había acondicionado el padrastro del futuro poeta y una nueva vida empezó para éste.
Sus relaciones con el comandante Rosa, si no excesivamente cordiales, fueron buenas y apacibles, y que nunca surgieron diferencias graves entre el joven Pessoa, su padrastro y los medio-hermanos que pronto empezarían a aumentar la familia.
En el mes de abril de 1899 – año en el que comenzó la guerra de los boers -, Fernando fue matriculado en la High Scholl (Escuela Superior) de Durban, ciudad portuaria del entonces territorio, y desde 1910 provincia de Natal. En una sociedad multirracial, en la que hablaban lenguas europeas, africanas y asiáticas, nuestro joven portugués recibió una educación exclusivamente inglesa, aunque siempre se sintió profundamente portugués. Aprendió perfectamente las francesa e inglesa, adquirió la disciplina y las costumbres sociales propias de una sociedad colonial dominada por los británicos.
Fue un excelente escolar –el primero de su clase- y que ganó varios premios de redacción en francés y en inglés, el más importante de los cuales fue el Reina Victoria, concedida por la Universidad de El Cabo a un ensayo en lengua inglesa. Pessoa tenía entonces quince años. En 1902 se había matriculado en la Escuela de Comercio de Durban: su conocimiento del inglés y de la práctica mercantil habían de ser, como muy pronto se verá, importantísimo para su porvenir. No así, la misma Africa del Sur, en la, sin embargo, entró en contacto con la literatura británica mediante la lectura de Shakespeare, Milton y los románticos y empezó a escribir prosa y poesía en inglés.
En 1905, cuando había conseguido aprobar el examen de ingreso de la Universidad de El Cabo, que le habilitaba para estudiar en una británica de su elección, y por motivos que no han sido aclarados pero no son difíciles de imaginar, Pessoa –que ya había pasado un año, de agosto de 1901 a septiembre de 1902, en Portugal – partió definitivamente hacia su país con el propósito de matricularse en el Curso Superior de Letras de la Universidad de Lisboa. Ya no volvería a salir de Portugal, donde no tardó en despertársele un interés cada vez mayor y más absorbente por la poesía en su lengua materna, cuyas puertas le abrió, al parecer, la de Cesário Verde (1855-1886), que también había sido alumno del Curso Superior de Letras y del que Pessoa mostró una constante admiración.
Sus relaciones con el comandante Rosa, si no excesivamente cordiales, fueron buenas y apacibles, y que nunca surgieron diferencias graves entre el joven Pessoa, su padrastro y los medio-hermanos que pronto empezarían a aumentar la familia.
En el mes de abril de 1899 – año en el que comenzó la guerra de los boers -, Fernando fue matriculado en la High Scholl (Escuela Superior) de Durban, ciudad portuaria del entonces territorio, y desde 1910 provincia de Natal. En una sociedad multirracial, en la que hablaban lenguas europeas, africanas y asiáticas, nuestro joven portugués recibió una educación exclusivamente inglesa, aunque siempre se sintió profundamente portugués. Aprendió perfectamente las francesa e inglesa, adquirió la disciplina y las costumbres sociales propias de una sociedad colonial dominada por los británicos.
Fue un excelente escolar –el primero de su clase- y que ganó varios premios de redacción en francés y en inglés, el más importante de los cuales fue el Reina Victoria, concedida por la Universidad de El Cabo a un ensayo en lengua inglesa. Pessoa tenía entonces quince años. En 1902 se había matriculado en la Escuela de Comercio de Durban: su conocimiento del inglés y de la práctica mercantil habían de ser, como muy pronto se verá, importantísimo para su porvenir. No así, la misma Africa del Sur, en la, sin embargo, entró en contacto con la literatura británica mediante la lectura de Shakespeare, Milton y los románticos y empezó a escribir prosa y poesía en inglés.
En 1905, cuando había conseguido aprobar el examen de ingreso de la Universidad de El Cabo, que le habilitaba para estudiar en una británica de su elección, y por motivos que no han sido aclarados pero no son difíciles de imaginar, Pessoa –que ya había pasado un año, de agosto de 1901 a septiembre de 1902, en Portugal – partió definitivamente hacia su país con el propósito de matricularse en el Curso Superior de Letras de la Universidad de Lisboa. Ya no volvería a salir de Portugal, donde no tardó en despertársele un interés cada vez mayor y más absorbente por la poesía en su lengua materna, cuyas puertas le abrió, al parecer, la de Cesário Verde (1855-1886), que también había sido alumno del Curso Superior de Letras y del que Pessoa mostró una constante admiración.
En aquellos años de principios de siglo, el joven Fernando Pessoa, que no había dejado muchos a amigos en Durban, vivió bastante aislado cultura y sentimentalmente en Lisboa, sobre todo desde que, en 1907, abandonó el estudio de las letras, con el propósito de ganarse la vida con un negocio relacionado con su vocación literaria. Aquel mismo año, en efecto, instaló una pequeña imprenta que inmediatamente se convirtió en un fracaso financiero. En 1908, inició su trabajo de corresponsal en francés e inglés de varias casas comerciales lisboetas, ocupación con la que en adelante había de ganarse la vida, una vida económicamente modesta que terminaría por ser la de un solterón desarraigado de su familia – sobre todo a partir de la muerte de su madre que, al quedarse viuda de nuevo, regresó a Lisboa, donde murió en el año 1925 – que cambiaba frecuentemente de domicilio, alquilando habitaciones que a veces eran más pobres que sencillas, con el pretexto de librarse del acoso de sus amigos y admiradores, pero más verosímilmente debido a una extraña inadaptabilidad al género de vida que él mismo se había impuesto. Pessoa no se sometió nunca a un horario fijo, pues se limitaba a permanecer en las oficinas comerciales el tiempo indispensable para despachar la correspondencia y en redactar o pasar a limpio, ocasionalmente, sus originales.
Las escasas ganancias que obtenía de esa manera le permitían mantener su apariencia sobriamente elegante y cubrir las necesidades de una solitaria vida pequeño-burguesa, que en ocasiones se aproximó a una moderada bohemia, cuyos principales lujos fueron la adquisición de libros, periódicos y los ocasionados por su afición a conversar o meditar en absoluta soledad en algunos cafés lisboetas, así como sus hábitos de fumador emperdernido y no menos dedicado bebedor, que fueron aumentando con los años y terminaron por arruinar su salud.
Poemas
I
A veces, y el sueño es triste,
en mis deseos existe
lejanamente un país
donde ser feliz consiste
solamente en ser feliz.
Se vive como se nace,
sin querer y sin saber.
En esa ilusión de ser,
el tiempo muere y renace
sin que se sienta correr.
El sentir y el desear
no existen en esa tierra.
Y no es el amor amar
en el país donde yerra
mi lejano divagar.
Ni se sueña ni se vive:
es una infancia sin fin.
Y parece que revive
ese imposible jardín
que con suavidad recibe.
II
Tengo pena y no respondo.
Mas no me siento culpado
porque en mí no correspondo
al otro que en mí has soñado.
Cada uno es mucha gente.
Para mí soy quien me pienso,
para otros - cada cual siente
lo que cree, y es yerro inmenso.
Ah, dejadme sosegar.
No otro yo me sueñen otros.
Si no me quiero encontrar,
¿querré que me halléis vosotros?
III
De aquí a poco acaba el día.
Yo no hice nada.
¿Y qué cosa es la que haría?
Fuese cual fuese, equivocada.
Muy pronto la noche viene,
mas sin razón
para aquel que sólo tiene
que contar su corazón.
Y tras la noche y dormir
renace el día.
Nada haré sino sentir.
Pero ¿qué otra cosa haría?
Autopsicografia
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Y, en el dolor que ha leído,
a leer sus lectores vienen,
no los dos que él ha tenido,
sino sólo el que no tienen.
Y así en la vida se mete,
distrayendo a la razón,
y gira, el tren de juguete
que se llama el corazón.
IV
Sigue tu destino,
riega tu vergel,
a tus rosas ama.
El resto es la sombra
de árboles ajenos.
Que la realidad
siempre es más o menos
de lo que queremos.
Nosotros tan sólo
no somos iguales.
Suave es vivir solo,
Grande y noble es siempre
vivir simplemente,
tu dolor ofrece,
exvoto, a los dioses.
Ve al vivir de lejos.
Nunca le interrogues.
Decirte no puede
nada. La respuesta
excede a los dioses.
Mas serenamente
imita al Olimpo
en tu corazón.
Los dioses son dioses
porque no se piensan.
V
No la que das, la flor que tú eres quiero.
Por qué me niegas lo que no te pido.
Tiempo habrá de que niegues
después de que hayas dado.
Flor, ¡séme flor! Si te cogiese avara
mano de infausta esfinge, tú perenne
sombra errarás absurda
tras lo que nunca diste.
VI
No sólo quien nos odia o nos envidia
nos limita y oprime; quien nos ama
no menos nos limita.
Los dioses me concedan que, desnudo
de afectos, de la fría libertad
de las cumbres yo goce.
Quien quiere poco, tiene todo; quien
nada, es libre; quien no tiene o desea,
hombre, es como los dioses.